domingo, 15 de febrero de 2015

Principesa I

Gritaba y su voz se propagaba hacia toda la vegetación. Animaba enérgicamente a su caballo, Starr, para alcanzar mayor velocidad. Le encantaba internarse en los bosques con él y echarse unas carreras antes de la caída del sol y la llegada del rey Lionel, su padre. A veces, cuando estaba más animado, entonaba alguna canción, silbaba y se mojaba los pies en algún río que hubiera por el camino.

Muchos de los días, por los bosques, se topaba con princesas en apuros, animalitos para rescatar o incluso algún que otro espectáculo de feriantes ambulantes. Disfrutaba de esas cosas, de la actividad, de la adrenalina. Le encantaba oler el perfume de todas esas princesas y pasar con ellas unos ratos íntimos. Él era encantador, para ellas era todo un lujo que él les dedicara su tiempo y su atención, su encantadora y maravillosa atención.

Su cabello rubio tenía unas ondulaciones naturales que hacían temblar las piernas de cualquiera. Le daban un aire tan sensual, que incluso cuando se encontraba con otro príncipe, éste se quedaba unos minutos perplejo admirando la perfección de su rostro y su encantadora mirada. Intentando iniciar conversación, él sonreía a modo de saludo, pero eso no hacía que los demás príncipes pudieran responder, sino más bien todo lo contrario: les ponía todavía más nerviosos. Le dedicaban alguna absurda frase, normalmente inacabada, y salían rápidamente de allí. Él no podía negarlo, le gustaba que reaccionaran así, tenía una debilidad por el sexo masculino que no podía explicarse ni a sí mismo.

De hecho, alguna que otra vez había sacado de un apuro a príncipes de los reinos vecinos, y con ellos había compartido también momentos de pasión. Y no tenía miedo de sentirse genial haciendo esas cosas ni temía qué pasaría si ellos contaran lo que había pasado en los bosques. Él creía que eso era algo confidencial, un secreto que la naturaleza les guardaba para que pudieran recordarlo o revivirlo cuando quisieran. 

Le tenía especial cariño al príncipe de Dunham, Adam Benett. En numerosas ocasiones el rubio había notado cómo Adam se ponía expresamente en peligro para que tuviera que acudir a él para salvarlo. Ese gesto le parecía de lo más encantador y, por ser precisamente ese el adjetivo que también lo calificaba a él, le tenía el ojo echado. Le parecía entrañable ver cómo se esforzaba cada vez más en crear falsas triquiñuelas para engatusarlo y poder pasar un rato disfrutando de su compañía.

PARTE II