Un día decidió marcharse. Se había resistido mucho, pero al final se rindió. Me siguió desde que era pequeña. Se adentraba en mi mente y de ahí no salía con facilidad. Necesitaba mucha calma y concentración para sacarle de ahí.
Lloré mares enteros por él. Sabía que me había elegido a mí, pero no sabía por qué me torturaba con su oscura presencia.
Al principio sólo venía y se sentaba a mi lado. Se limitaba a escuchar mi calmada respiración mientras soñaba, sin perturbarme lo más mínimo. Yo notaba su presencia, pero no me atemorizaba.
Conforme crecía, fue metiéndose en esos sueños de los que antes era un mero observador, y se dedicaba con ahínco a destruirlos y tornarlos terroríficos para mí. Me despertaba siempre sobresaltada, con los ojos vidriosos, pero nunca estaba allí para consolarme de su propio ataque. Parecía que velaba por mí pero, a su vez, quería maltratarme.
Pero llegó un día que mis sueños le dieron una lección. Con los años me volví una soñadora, llena de esperanza y de luz. Quise apartar el miedo de mí y, una noche, mientras dormía, le oí entrar. Me desperté, pero seguía soñando. Eso le despistó. Se acercó a mí y me puso una mano en la cabeza. "Así es como entra en mis sueños", pensé. Una vez entró, me puse a hablar con él. Le dije que ya no le tenía miedo, que su trabajo había terminado conmigo. Me había dado una lección: nunca más dudaría de mí, siempre sería valiente.
Al principio se quedó inmóvil mirándome. Luego, al rato, su semblante cambió a un rostro amigable y me acarició el rostro: pequeña, ya he acabado contigo.
Y lo vi alejarse en mi sueño.
Al principio se quedó inmóvil mirándome. Luego, al rato, su semblante cambió a un rostro amigable y me acarició el rostro: pequeña, ya he acabado contigo.
Y lo vi alejarse en mi sueño.
Me incorporé deprisa para verlo, pero sólo atisbé su halo de luz abandonando mi habitación. Se había marchado. Su trabajo había concluido.
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