La botella llega a su fin. El olor del alcohol se ha extendido por toda la estancia, pero él ni se percata. La realidad se le deforma a una rapidez increíble; cuando quiere cruzar la habitación para salir de ella por las escaleras, puede notar el efecto de la sustancia en sus venas ya que le cuesta mantenerse erguido. Se corta la piel cuando pisa la botella rota caída al suelo y gime de dolor, pero sigue caminando descalzo por la madera húmeda dejando su rastro rojizo y sube las escaleras hasta salir a cubierta. Sus marineros se están tomando un descanso y su primer impulso es arrearles a todos unos azotes, pero no lo hace, le da igual. Con la vista al cielo, se dirige a su estimado timón y aparta al hombre que lo maneja de un manotazo. Siente la brisa chocar con su mugrienta y alvina cabellera y se siente libre, aunque también un tanto mareado.
Siempre había querido esta vida... ¿o acaso no pudo elegir? Recordaba vagamente su infancia, pero no tenía interés en rememorar aquello. Era feliz, era libre, y eso era lo que importaba ahora. Le quedaba poco, y él lo sabía, aunque su segundo de abordo no estuviera de acuerdo con él. Pero el dolor cada día se extendía por más recónditos de su viejo cuerpo e intentaba apaciguarlo con ingestas exageradas del elixir bendito de los mares. Porque él era un pirata y eso es lo que debía hacer.
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